La necesidad de incrementar el precio de los pasajes del transporte masivo es inherente a la propia inflación, y anterior al la agudización de ésta después del gasolinazo. Cuando el Gobierno pide a los transportistas que congelen el precio de los pasajes mientras se realiza un nuevo estudio de costos de operaciones, necesidades y demandas, no es más que una triquiñuela para ganar algo de tiempo frente a la justificada impaciencia de la ciudadanía, pues un estudio realizado hace más de un año por el mismo Gobierno ya ha demostrado que el incremento se justifica.
Otra cosa, muy diferente, es que el oficialismo, por evitar tomar decisiones impopulares evadió irresponsablemente tal aumento de precios, cuando podría haberse hecho en una época de menor sensibilidad en el bolsillo de las personas.
Se tiene dos problemas, a saber 1) El incremento en el precio de los pasajes y 2) La inflación generalizada que ha provocado el aumento de los precios y la consecuente disminución del poder adquisitivo de la gente.
El primer problema se debe abordar habiendo entendido, inicialmente, que los transportistas no son trabajadores del transporte “público” (entendido como fiscal o estatal), sino un conjunto de individuos que proveen servicios de transporte masivo a la ciudadanía, y que son dueños de los medios de trabajo, junto con las deudas o el ahorro, así como las ganancia o las pérdidas, que con esfuerzo y trabajo han conseguido.
Entendido esto, debemos comprender que a la hora de fijar tarifas no se trata de que el Estado ni la sociedad impongan el precio que “sus chóferes” deben cobrar. Los transportistas no son empleados del Gobierno ni de la sociedad, y así como el comerciante y el trabajador independiente tienen la libertad de decidir cuánto cobran por sus servicios, y de la misma forma en que el asalariado puede exigir un incremento de sueldo, sin que nadie les cuestione cuánto ganan ni por qué tanto ni por qué tan poco, los transportistas tienen el derecho de decidir cuánto cobrar por sus servicios.
Entonces, las charlas entre autoridades y vecinos, con dirigentes del transporte, no deben tener el tono de “nosotros vamos a ver si les autorizamos a elevar los precios” sino más bien “conversemos para ver cómo podemos lograr que el aumento sea el menor posible, y les pedimos solidaridad con la población”.
La creación del transporte vecinal, y de todo tipo de alternativas, no sólo es viable, sino que sería muy saludable para alentar la competencia. Abriendo el candado del monopolio, que los transportistas tienen cerrado con un férreo sindicalismo, nos aseguraríamos de obtener mejores servicios a precios razonables.
El segundo problema tiene una solución de largo plazo y otra de corto plazo. La primera pasa por un conjunto de agresivos beneficios para la inversión productiva, acompañados de una seguridad jurídica de hierro. La firma de acuerdos de libre comercio con países de mercados con alto poder adquisitivo (EEUU, Japón, Unión Europea, Australia, Canadá, etc.). El achicamiento del gasto público destinado a burocracia innecesaria y fines no productivos. La concesión de créditos blandos para la producción, junto con asesoramiento técnico que garantice su éxito. Y la liberación de las exportaciones.
La solución de corto plazo es la eliminación de los impuestos y aranceles de importación. Al eliminarlos, el precio de los productos bajaría inmediatamente, y quienes hoy sufren los descuentos impositivos en sus salarios tendrían un incremento salarial de facto.
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