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martes, 29 de mayo de 2007

¿Otra vez la anti-democracia?

Huid del país en el que uno solo ejerce todos los poderes: es un país de esclavos.
Simón Bolivar

Totalitarismo.

Hay muchas formas de intentar un régimen totalitario, no se equivoquen los lectores que crean que solamente a través de un golpe de Estado, urdido por un grupículo de uniformados, se constituye un régimen totalitario.

El totalitarismo es una forma de gobierno en la que una persona (o grupo de personas) concentran el poder casi absoluto, es decir, no existe división de poderes.

En esta forma de gobierno además, todo es de interés del Estado, el ciudadano ya no tiene la opción de elegir sus inclinaciones ideológicas, religiosas, sexuales, políticas y de otras índoles. Es un Estado colectivista que, a través de ese poder absoluto (que puede llamarse dictador, emperador, soviet, presidente o control social) define todo a nombre del colectivo y “por su bienestar”

Estos rasgos principales del totalitarismo pueden alcanzarse de muchas formas, el camino más corto (como ya lo he dicho) es a través de un golpe de Estado. Pero también se pueden conseguir modificando un régimen democrático, corrompiéndolo hasta convertirlo en uno totalitario.


La balada de los ingenuos.

Cuando Evo Morales asumió la presidencia de Bolivia, recibió un Estado con instituciones heridas de muerte. Un congreso sin ninguna credibilidad, una presidencia vapuleada por la politiquería, un poder judicial manchado por su eterno disfuncionalismo, partidos políticos condenados a muerte por la ciudadanía, en fin, como diría Cayetano Llobet, un Estado en completa desinstitucionalización.

Bien, lo que esperábamos los ingenuos, es que el nuevo presidente trabaje por devolverle la credibilidad a las instituciones. Que si funcionaban mal, generar los mecanismos para que lo hagan bien. Que si sus marcos normativos necesitaban modificaciones, consolidarlas lo antes posible.

Hasta los partidos políticos, sí, esos que podrían ser sus opositores, deberían tener el camino libre para recomponerse y reintegrarse a la sociedad como canalizadores de demandas, sin recibir los constantes embates del gobierno central.

Y uno de los derroteros en donde podría haberse salvado muchas de estas dificultades pudo haber sido, por ejemplo, la asamblea constituyente. Una instancia donde, como en la guerra del Chaco, los bolivianos nos reencontremos, nos reconozcamos, y tracemos un nuevo rumbo común a través de un nuevo proyecto de país, concebido por todas y todos quienes integramos Bolivia.

La realidad, sin embargo, es otra. Tenemos un presidente que se preocupa por convencer a la sociedad de que sólo él y sus colaboradores, merecen alguna credibilidad. Por lo tanto, sólo las instituciones en las que ellos actúan o sobre las que ejercen sus influjos, deben ser bien vistas por la gente.

Es por eso, por ejemplo, que sólo la parte del congreso y de la constituyente compuestas por miembros del MAS, son dignas del respeto del presidente.

Las bancadas opositoras del congreso y la constituyente, el poder judicial, los partidos opositores, intelectuales, artistas, profesionales, clases medias, clases altas, medios de comunicación, países, empresarios, comités cívicos, iglesia, prefectos opositores y más, todos quienes no apoyen, acaten y elogien los actos de gobierno, son corruptos, imperialistas, oligarcas, mentirosos y en fin, la personificación del diablo.

Ahí donde había una institución herida de muerte, si el gobierno no la ha cooptado se encargará de terminar de matarla. Hay que dedicarse a echarle barro a todas las instituciones que no son útiles a nuestros fines.

Pero si matas instituciones, estas dejan un vacío que, de no ser llenado, causaría una catástrofe en la organización estatal.

Las instituciones de un país pueden ser muy burocráticas, pero son completamente necesarias y urgentemente necesario fortalecerlas, de otra forma, obtenemos un país en piloto automático.


Los dos caminos.

Aunque aun estamos a tiempo para retomar el camino correcto hacia la recomposición de las instituciones estatales, de seguir por el rumbo actual, solo tenemos dos opciones.

La cooptación, es decir, que no matamos a las instituciones, simplemente las debilitamos y desacreditamos lo suficiente para que infiltrarnos en ellas no sea una labor muy difícil.

Sin embargo, en el caso del poder judicial, si le damos una oportunidad al presidente de la república, también podemos considerar la posibilidad de que genuinamente su intención sea la de dotar a éste órgano de funcionalidad a través de sangre nueva.

En este caso la señal va a ser clarísima. Los miembros de la corte se eligen por dos tercios del congreso. Si el gobierno impone unilateralmente a sus candidatos, la opción elegida habrá sido la de la cooptación y el totalitarismo. Y a través de la concentración del poder en un mismo grupo de personas, y estas personas a la vez controladas por el presidente, nos dan como resultado a un solo individuo ejerciendo todos los poderes, un país de esclavos.

Si por el contrario, se nombra a los nuevos magistrados en consenso con los opositores, entonces tendremos que creer en el discurso sobre el respecto a la institucionalidad.

El segundo camino es el reemplazo. A través de propuestas como el “control social” que sería una suerte de suprapoder por encima de los órganos democráticos. De esta forma concentramos el poder en una sola institución, en unas pocas manos del mismo grupo, en las manos del individuo que los controla, y volvemos a obtener un país de esclavos.

Lamentablemente las señales no son nada alentadoras. Los ataques al poder judicial, y su consecuente debilitamiento. Los ataques a los prefectos opositores y sus intentos de debilitamiento desde el poder central del que aun dependen.

Los ataques a los medios de comunicación y al ejercicio de la libertad de prensa crítica u opositora, y el intento de debilitarlos a través de la generación de redes de medios ¿alternativos? ¿comunitarios? Que son claramente de tendencia oficialista. O a través de ridiculeces como el último encuentro de “intelectuales” que vinieron a hablar de los medios de comunicación, nada más y nada menos que desde Cuba y Venezuela, baluartes de la libertad de prensa.

Los golpes a la iglesia católica cada vez que dice “esta boca es mía”. El cuestionamiento a la educación privada y, a través de éste, a la libertad de elegir el tipo de educación que queremos para nuestros hijos, que no necesariamente tiene que ser “antiimperialista, revolucionaria, dialéctica y antiglobalizadora” como reza el proyecto de nueva ley educativa.

En general, toda esa insensata hostilidad hacia cualquier institución o persona que critique o se oponga a la mentada “revolución democrática y cultural”, me recuerda al los regímenes fascistas y socialistas en donde la voz oficial era la verdad absoluta, y quien se le opusiera era la encarnación de la mentira.

Muchas veces, conversando con marxistas desvelados, he reclamado mi libertad de disentir en el hipotético régimen que ellos buscan, y la respuesta siempre ha sido la misma. Si nosotros (la vanguardia, los gobernantes) estamos en lo cierto, si el camino es indiscutiblemente el correcto ¿por qué tendrían que existir disensos? ¿por qué aparecerían opositores? Seguramente serían gentes con intereses perversos, seguramente tú tendrías tus intereses perversos.

Y mi único interés es el de continuar siendo libre, el de seguir teniendo opciones. Mis propias opciones, equivocadas o no, mi libertad de elegir el camino que mejor me parezca, de ver lo que yo crea conveniente, de leer, decir y escribir lo que a mi me plazca. Mi libertad de cometer mis propios errores, y que no sea el papá Estado el que los cometa por mi y por mis hijos.

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