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jueves, 25 de noviembre de 2010

Qué hermoso es hablar en nombre de otros

Por: H.C.F. Mansilla

Con envidia y un dejo de melancolía confieso que admiro el aplomo, la jactancia y la soltura con que numerosos intelectuales urbanos componen teorías sobre el "autogobierno indígena", la "insurgencia plebeya", la "democracia del ayllu" y otras lindezas que son indiferentes a las "masas campesinas". Pero esto no es lo importante. Mucho más grave es la amplia labor de justificación de prácticas antidemocráticas que realizan estos pensadores en vista de la posible convocatoria a una Asamblea Constituyente, proponiendo que a nivel nacional se establezca una repartición de votos según sectores étnicos y que en las zonas rurales la elección de los diputados a esta Asamblea se haga según los presuntos usos y costumbres de las comunidades campesinas.

La introducción de elementos étnicos en cuestiones electorales sería un retroceso hasta épocas premodernas, irracionales y antidemocráticas. La historia universal está llena de los terribles ejemplos que significaron regímenes basados en criterios racistas. Bajo el manto de la protección y el fomento de las culturas aborígenes se quiere consolidar modelos autoritarios de estructuración social, donde los líderes serían (o seguirían siendo) los intelectuales urbanos y los caudillos tradicionales. Es decir: los que siempre han hablado en nombre de los pobres y explotados. Y los que siempre han perseguido sus objetivos particulares e individuales mientras decían representar los intereses de las clases subalternas.

No debemos, por lo tanto, renunciar alegremente a las conquistas de la tradición democrática: el fundamento de cualquier sociedad son los sujetos racionales, que de manera consciente, sopesando los discursos y los avatares en cada elección, ejercen sus derechos básicos y saben cumplir sus obligaciones con respecto a terceros que tienen iguales derechos. No debemos echar por la borda el voto universal, secreto y libre, que conlleva una preferencia estrictamente personal, en favor de sospechosas votaciones públicas bajo coacción colectiva y sin protección para las minorías, como es la elección según usos y costumbres en las comunidades rurales que han permanecido intocadas por el progreso histórico.

En las juntas vecinales de El Alto, en los sindicatos urbanos y rurales de la mitad occidental del país, en los llamados movimientos sociales de carácter popular, en gremios de estudiantes universitarios y también en los comités cívicos del oriente predominan dirigencias cuya legitimidad democrática es dudosa. Y sus prácticas cotidianas al mando de esas organizaciones no constituyen un dechado de virtudes racionales y modernas. Se trata de un fenómeno muy generalizado. En gran parte de organismos bolivianos, que tienen una directiva elegida por las "bases", se consolida un liderazgo compuesto por factores muy convencionales: por un lado, astucia, retórica, manipulación desde arriba, y por otro, ingenuidad, ignorancia, fascinación por jefes carismáticos.

Es la realidad diaria de una cultura autoritaria, que no es percibida como tal por las masas, y que los dirigentes saben utilizar hábilmente para manejar a esas bases. Digo hábilmente porque los caudillos, grandes y pequeños, no infringen abiertamente los estatutos, no siguen pautas inesperadas de comportamiento -que pudieran causar sorpresa o rechazo- y, en el fondo, expresan lo que las masas quieren escuchar. La Bolivia profunda muestra así su carga de rutinas irracionales. En el seno de los partidos que representan indudablemente a extensos sectores campesinos, se reproducen las prácticas más lamentables del caudillismo, el prebendalismo y la búsqueda de las ventajas personales. En El Alto algunas juntas vecinales y ciertos movimientos sociales obligan a sus afiliados a concurrir a marchas, bloqueos y asambleas, bajo pena de cobrar multas pecuniarias o de coerciones aun peores. En las asambleas sindicales y universitarias se imponen aquellos oradores que hacen gala de ideas radicales y revolucionarias, aunque ellos mismos se preocupan sólo por su carrera y bolsillo. Y en el oriente dilatadas masas se dejan seducir por consignas autonomistas, cuando las reducidas élites de estos movimientos cívicos tienen paralelamente otras metas: la obtención de espacios de poder y dinero para fines particulares.

Críticas similares surgieron en torno a las recientes elecciones en Irak para una Asamblea Constituyente: no habría que imponer el voto universal, libre y secreto (un típico factor del deplorable individualismo occidental) a una sociedad conformada de modo diferente, en la cual las comunidades de base designan a sus jefes y representantes siguiendo costumbres y tradiciones que nos son extrañas. Y precisamente porque no las comprendemos, no debemos censurarlas y considerarlas antidemocráticas. Como dijo Mario Vargas Llosa refiriéndose explícitamente a las elecciones iraquíes, esta actitud, que a primera vista parece tolerante con otras culturas y progresista en el plano político, es una sutil artimaña para dejar las cosas como están, es decir para consolidar las estructuras convencionales de poder. Los que han hablado en nombre de las "mayorías" nacionales, pueden seguir haciéndolo tranquilamente, pues ahora tienen el aval de muchos intelectuales de todo el mundo, quienes, bajo la excusa del respeto a lo Otro, quieren evitar que los pueblos del Tercer Mundo accedan a la democracia y a la modernidad.

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