Cuando hablamos de Estado de derecho o de Institucionalidad nos referimos a las reglas de convivencia que organizan y regulan el funcionamiento de la sociedad boliviana.
Por eso la gente no se equivoca cuando incluye dentro de la institucionalidad a organizaciones político partidarias, órganos del Estado y normas todas (que incluyen procedimientos) principalmente.
Cuando se habla del respeto a dicha institucionalidad no solamente se hace referencia al ciudadano común (que posee un poder político y económico pequeño), sino también a los ciudadanos que, circunstancialmente, ostentan algún tipo de poder adicional, político y/o económico, capaz de determinar el destino de muchos bolivianos.
A primera vista, pareciera que solamente en los segundos pesa la responsabilidad de llevar adelante, a través del respeto y buen funcionamiento institucional, al Estado boliviano. Y se podría pensar que los primeros, al ser su influencia marginal, pueden darse la libertad de transgredir las pequeñas reglas de juego que enmarcan sus acciones (leyes de tránsito, impositivas, obligaciones ciudadanas, etc…)
Sin embargo, y antes de abordar la importancia del cumplimiento de las leyes por parte de los ciudadanos gobernantes, quiero insistir en la evidencia del error de dicha visión. Una sociedad sin cultura de respeto al Estado de derecho, no puede reclamar por sus malos gobernantes, puesto que son elementos de la misma sociedad los que forman agrupaciones políticas y posteriormente, accediendo a instancias de poder gubernativo, ponen en buen o mal funcionamiento la maquinaria estatal.
Pero es evidente que quienes peores males pueden causar a los Estados son los ciudadanos a quienes, habiendo jurado cumplir y hacer cumplir las leyes, se les otorgan poderes adicionales para que en representación nuestra, administren y pongan en marcha las instituciones republicanas.
Por eso no debería ser de “oligarcas” reclamar porque nuestro presidente respete las decisiones tomadas por los bolivianos en el referéndum del gas, y si quiere cambiarlas, pedir que lo haga a través de un nuevo referéndum. Tampoco que los actos gubernamentales sean respaldados por leyes de la república y no por vulgares decretazos.
Tampoco tendría que ser de “contrarrevolucionarios” (como diría el compañero Álvaro) indignarse porque un senador del partido oficialista, junto con toda su parentela, construyen su mansión dentro del Parque Tunari.
Por otro lado, no debería ser de “cholos masistas” pedir que se admita que en el oriente boliviano, así como hay tierras muy bien trabajadas, también hay tierras de engorde y hasta mal habidas, y que por lo tanto (a través del cumplimiento de la ley y no de tomas ilegales) estas deberían ser revertidas al Estado.
Tampoco debería ser de “indios de mierda” indignarse por la violencia fascistoide de la Unión Juvenil Cruceñista. Ni de “pro-imperialistas” reclamar al Estado (tan quejón contra las oposiciones) que utilice las leyes y los procedimientos pertinentes para castigar a los culpables de una u otra acción violenta.
No somos, ni “macacos masistas” ni “blancoides derechistas” los que queremos que en las investigaciones y juicios por febrero y octubre de 2003, y enero de 2007, se incluya a todos, moros y cristianos, porque la responsabilidad no es algo que solamente se le tenga que exigir al gobierno. Ser gobernante no implica que se pueda usar la fuerza indiscriminadamente. Pero ser parte de los movimientos sociales tampoco implica tener la libertad de transgredir las leyes, hacerse firmar un amnisticio, y desembarazarse de los posibles excesos que uno haya cometido.
Le hemos hecho creer a la gente que nuestras normas, nuestras instituciones, todo el andamiaje gubernativo, es deficiente, y que era necesario “refundar” el país para solucionar nuestros problemas, sin primero haber intentado utilizar de manera rigurosa y cabal dicha institucionalidad. No se lo hizo antes y no se lo está haciendo ahora.
Por eso la gente no se equivoca cuando incluye dentro de la institucionalidad a organizaciones político partidarias, órganos del Estado y normas todas (que incluyen procedimientos) principalmente.
Cuando se habla del respeto a dicha institucionalidad no solamente se hace referencia al ciudadano común (que posee un poder político y económico pequeño), sino también a los ciudadanos que, circunstancialmente, ostentan algún tipo de poder adicional, político y/o económico, capaz de determinar el destino de muchos bolivianos.
A primera vista, pareciera que solamente en los segundos pesa la responsabilidad de llevar adelante, a través del respeto y buen funcionamiento institucional, al Estado boliviano. Y se podría pensar que los primeros, al ser su influencia marginal, pueden darse la libertad de transgredir las pequeñas reglas de juego que enmarcan sus acciones (leyes de tránsito, impositivas, obligaciones ciudadanas, etc…)
Sin embargo, y antes de abordar la importancia del cumplimiento de las leyes por parte de los ciudadanos gobernantes, quiero insistir en la evidencia del error de dicha visión. Una sociedad sin cultura de respeto al Estado de derecho, no puede reclamar por sus malos gobernantes, puesto que son elementos de la misma sociedad los que forman agrupaciones políticas y posteriormente, accediendo a instancias de poder gubernativo, ponen en buen o mal funcionamiento la maquinaria estatal.
Pero es evidente que quienes peores males pueden causar a los Estados son los ciudadanos a quienes, habiendo jurado cumplir y hacer cumplir las leyes, se les otorgan poderes adicionales para que en representación nuestra, administren y pongan en marcha las instituciones republicanas.
Por eso no debería ser de “oligarcas” reclamar porque nuestro presidente respete las decisiones tomadas por los bolivianos en el referéndum del gas, y si quiere cambiarlas, pedir que lo haga a través de un nuevo referéndum. Tampoco que los actos gubernamentales sean respaldados por leyes de la república y no por vulgares decretazos.
Tampoco tendría que ser de “contrarrevolucionarios” (como diría el compañero Álvaro) indignarse porque un senador del partido oficialista, junto con toda su parentela, construyen su mansión dentro del Parque Tunari.
Por otro lado, no debería ser de “cholos masistas” pedir que se admita que en el oriente boliviano, así como hay tierras muy bien trabajadas, también hay tierras de engorde y hasta mal habidas, y que por lo tanto (a través del cumplimiento de la ley y no de tomas ilegales) estas deberían ser revertidas al Estado.
Tampoco debería ser de “indios de mierda” indignarse por la violencia fascistoide de la Unión Juvenil Cruceñista. Ni de “pro-imperialistas” reclamar al Estado (tan quejón contra las oposiciones) que utilice las leyes y los procedimientos pertinentes para castigar a los culpables de una u otra acción violenta.
No somos, ni “macacos masistas” ni “blancoides derechistas” los que queremos que en las investigaciones y juicios por febrero y octubre de 2003, y enero de 2007, se incluya a todos, moros y cristianos, porque la responsabilidad no es algo que solamente se le tenga que exigir al gobierno. Ser gobernante no implica que se pueda usar la fuerza indiscriminadamente. Pero ser parte de los movimientos sociales tampoco implica tener la libertad de transgredir las leyes, hacerse firmar un amnisticio, y desembarazarse de los posibles excesos que uno haya cometido.
Le hemos hecho creer a la gente que nuestras normas, nuestras instituciones, todo el andamiaje gubernativo, es deficiente, y que era necesario “refundar” el país para solucionar nuestros problemas, sin primero haber intentado utilizar de manera rigurosa y cabal dicha institucionalidad. No se lo hizo antes y no se lo está haciendo ahora.
Nuevamente la analogía del la esposa infiel sobre el sofá, cuyo marido descubre in-fraganti y, como solución, decide vender el sofá. Nosotros pensamos que, cambiando el viejo sofá por un sofá plurinacional, la mujer se va a convertir en una santa ¡Que ingenuos! la mujer continuará violando las leyes, revolcándose en la corrupción, y abandonando su casa al desorden, porque el problema es ella que no respeta las reglas del matrimonio.
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