Durante los últimos tiempos, en lo que tiene todos los visos de ser un proceso en continuo avance, han comenzado a proliferar en nuestra sociedad indicios de un fenómeno que puede ser descrito como “la tentación totalitaria” o “el miedo a la libertad”.
El caso más reciente es el entusiasmo que en gruesos sectores de la ciudadanía ha despertado la propuesta de imponer una especie de “toque de queda” de modo que los jóvenes estén obligados a replegarse a sus hogares a tempranas horas de la noche. El argumento que respalda la propuesta consiste en que, según las estadísticas, es bajo la influencia del alcohol que se produce la mayor parte de los actos de violencia y éstos, a su vez, una importante causa de consultas médicas.
A la iniciativa, originalmente planteada por funcionarios de un hospital público, se han sumado otros sectores a cual más respaldado de aparentemente sólidos argumentos, todos los que parecen converger en un mismo punto: la necesidad y conveniencia de que se aprueben e impongan reglas, normas y leyes más drásticas y que agentes estatales –sean funcionarios municipales, policiales o de alguna instancia de vigilancia y control social aún por crear– se encarguen de “disciplinar” a los jóvenes díscolos.
Muchos padres y madres de familia se han sentido identificados con la propuesta. Y aun antes de que ésta se plasme en disposiciones legales, decenas de locales públicos, gran parte de ellos espacios de intensa actividad artística y cultural, han sido clausurados por comisarios que actúan en nombre de las buenas costumbres.
A este ejemplo, que es el más reciente pero no el único, se pueden sumar muchos otros igualmente sintomáticos del fenómeno al que nos referimos como el entusiasmo con que se defiende la castración como fórmula para prevenir actos de pedofilia o la complacencia con que se acepta la explicación según la que la tortura de conscriptos forma parte de un necesario currículo académico para aprender a “defender a la patria”, son otros entre los más recientes.
El fenómeno no es nada nuevo. Muy por el contrario, son muchos los estudios sociológicos y de psicología social que durante el siglo XX se han hecho con el propósito de comprender por qué en ciertas circunstancias las sociedades se tornan proclives no sólo a aceptar sino a exigir que se les impongan leyes cada vez más severas, castigos más implacables, regímenes autoritarios que conculquen sus libertades y tomen en su nombre las más importantes decisiones.
Algo que tales reflexiones contribuyeron a dilucidar es que la desaparición de la libertad no se produce de un día para otro ni la impone por su propia voluntad ningún tirano, sino que son los miembros de una sociedad los que van renunciando a ella poco a poco, a veces sin darse cuenta y otras veces muy conscientes de ello, voluntaria y entusiasmadamente.
Como es fácil constatar, la nuestra es una sociedad en la que son cada vez más los síntomas de las dos vertientes de las que se nutre el autoritarismo. La tentación totalitaria y el miedo a la libertad ya están entre nosotros, ganando los deseos y la voluntad no sólo de quienes tienen la mano dura sino también, lo que es peor, de quienes quieren ser gobernados con mano dura.
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