Siempre que en Bolivia hemos hablado de una ley de pensiones, hemos sido víctimas de las imposiciones desde el Estado.
Al individuo que aporta para su jubilación nunca se le ha preguntado si quiere que sea una organización del Estado o una privada, la que administre su dinero. Esta decisión siempre ha estado en manos de los burócratas de turno y de su humor ideológico.
Cuando los gobiernos han sido estatistas, ya sea del viejo cuño del nacionalismo, o del nuevo nacional-indigenismo, éstos han entregado el dinero de la gente, sin hacer ninguna pregunta, a las rapaces garras de los burócratas de turno, que lo han hecho desaparecer al mismo tiempo que sus cuentas personales crecían misteriosamente.
El gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada desterró la corrupción en la administración de pensiones al crear las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP’s), evitando que el dinero de las personas pase por las manos de los políticos, pero tampoco le preguntó a la gente si estaba de acuerdo con la decisión. La reforma se llevó adelante como siempre, presumiendo que desde el Estado se sabe lo que es bueno para los individuos y sus aportes, y determinando unilateralmente lo que se va a hacer con ellos, sin preguntarles nada.
Hoy se pretende hacer un tanto de lo mismo. Está en puertas la aprobación de una nueva Ley de pensiones, y las partes en debate (si es que la mayoría abrumadora del oficialismo permite algún debate) pretenden que saben mejor que los ciudadanos lo que les conviene.
El debate podrá girar en orno a si la administración de las pensiones es estatal o privada, o si la Ley es más solidaria y redistributiva, o más individualista. La posición que triunfe pretenderá imponerse por encima de cualquier consideración del ciudadano de a pie, demostrando que a ambos grupos políticos les importa muy poco lo que desee la gente.
Sin embargo, lo ideal sería diseñar una Ley de pensiones que le pregunte al aportante cómo es que quiere que su dinero sea administrado. Que le permita al individuo elegir de entre una lista de organizaciones, entre privadas y públicas, quién quiere que administre sus aportes.
Que sea a través de un formulario de preguntas, que el ciudadano decida si opta por la administración pública o privada, si quiere aportar o no a un fondo solidario para quienes no tienen jubilación, si desea realizar un aporte adicional para la jubilación de su cónyuge, si quiere conservar los dividendos de sus aportes o desea donarlos para los más necesitados, si prefiere hacer el aporte mínimo (que se podría establecer) o si quiere incrementarlo voluntariamente en la cantidad que él decida, etc.
El día que se aprobara una Ley de pensiones tal, sería el día que por primera vez habríamos puesto al individuo y sus aspiraciones e intereses, por encima de los caprichos y arbitrios de los políticos de turno. Sería el día en que trataríamos a las personas con la dignidad de seres humanos capaces de tomar sus propias decisiones.
Al individuo que aporta para su jubilación nunca se le ha preguntado si quiere que sea una organización del Estado o una privada, la que administre su dinero. Esta decisión siempre ha estado en manos de los burócratas de turno y de su humor ideológico.
Cuando los gobiernos han sido estatistas, ya sea del viejo cuño del nacionalismo, o del nuevo nacional-indigenismo, éstos han entregado el dinero de la gente, sin hacer ninguna pregunta, a las rapaces garras de los burócratas de turno, que lo han hecho desaparecer al mismo tiempo que sus cuentas personales crecían misteriosamente.
El gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada desterró la corrupción en la administración de pensiones al crear las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP’s), evitando que el dinero de las personas pase por las manos de los políticos, pero tampoco le preguntó a la gente si estaba de acuerdo con la decisión. La reforma se llevó adelante como siempre, presumiendo que desde el Estado se sabe lo que es bueno para los individuos y sus aportes, y determinando unilateralmente lo que se va a hacer con ellos, sin preguntarles nada.
Hoy se pretende hacer un tanto de lo mismo. Está en puertas la aprobación de una nueva Ley de pensiones, y las partes en debate (si es que la mayoría abrumadora del oficialismo permite algún debate) pretenden que saben mejor que los ciudadanos lo que les conviene.
El debate podrá girar en orno a si la administración de las pensiones es estatal o privada, o si la Ley es más solidaria y redistributiva, o más individualista. La posición que triunfe pretenderá imponerse por encima de cualquier consideración del ciudadano de a pie, demostrando que a ambos grupos políticos les importa muy poco lo que desee la gente.
Sin embargo, lo ideal sería diseñar una Ley de pensiones que le pregunte al aportante cómo es que quiere que su dinero sea administrado. Que le permita al individuo elegir de entre una lista de organizaciones, entre privadas y públicas, quién quiere que administre sus aportes.
Que sea a través de un formulario de preguntas, que el ciudadano decida si opta por la administración pública o privada, si quiere aportar o no a un fondo solidario para quienes no tienen jubilación, si desea realizar un aporte adicional para la jubilación de su cónyuge, si quiere conservar los dividendos de sus aportes o desea donarlos para los más necesitados, si prefiere hacer el aporte mínimo (que se podría establecer) o si quiere incrementarlo voluntariamente en la cantidad que él decida, etc.
El día que se aprobara una Ley de pensiones tal, sería el día que por primera vez habríamos puesto al individuo y sus aspiraciones e intereses, por encima de los caprichos y arbitrios de los políticos de turno. Sería el día en que trataríamos a las personas con la dignidad de seres humanos capaces de tomar sus propias decisiones.
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